EL PADRE: LIMITES Y AMOR

El ser humano necesita al otro para vivir. Sin la presencia del otro la vida humana se apaga, muere. Para estar vivo el ser humano necesita sentir que es deseado, que hay quien le necesita, le ama.

En 1945 el psicoanalista estadounidense René Spitz investigó porqué se producía la muerte de muchos bebés en orfanatos en los que todas sus necesidades físicas eran satisfechas  adecuadamente y descubrió que era la falta de contacto físico, de hablarles, sonreírles, cogerles en brazos…Spitz observó que se producía en los bebés cuando eran separados de una madre amorosa por tres meses  o más, un tipo de depresión que llamó “depresión anaclítica”. Los síntomas se agravaban de forma cada vez más seria si se prolongaba esta situación. Cuando se permitía al bebé el contacto con su madre dentro de ese periodo, su recuperación  era sorprendente. Es gracias a los estudios de René Spitz que se permitió a las madres acompañar a sus hijos cuando tenían que permanecer hospitalizados.

El ser humano necesita al otro para vivir, y esto implica ciertas renuncias. Para que la convivencia sea posible hay que someterse a unas normas, no se puede gozar de cualquier manera, en cualquier lugar. Parte del goce ha de ser sacrificado para formar parte de la comunidad como seres humanos. No se puede gozar del primer objeto de amor, la madre, es necesario renunciar a ese goce  para formar parte de nuestro  mundo, de nuestra cultura. La humanización de la vida implica una renuncia a la satisfacción plena de los instintos.

El padre debe ser el representante de la ley, ley que implica prohibición pero que a su vez es lo que posibilita el deseo. La ley que prohíbe el goce con la madre es lo que hace necesario abandonar los objetos familiares,  dejar de ser parte del otro, la madre, para ser uno mismo, para abrirse al mundo. Es la búsqueda de aquello que falta lo que da sentido a la vida.

Es a través del lenguaje, de la palabra como se transmite la ley pero además es necesario que aquel que transmite la ley, el padre,  se la aplique a sí mismo. El padre también tiene que someterse a una cierta renuncia del goce, ha de dar sentido a lo justo e injusto. No tiene que ser perfecto pero sí tiene la obligación de mostrarse a sus hijos como dependiente a su vez de una ley que está por encima de él. El gozar sin renunciar, el goce sin límite, el hacer lo que a uno le venga en gana implica asumir las consecuencias derivadas de esa falta de control. Libertad y responsabilidad no se pueden separar. 
Gozar sin límite tiene graves consecuencias. Un exceso de goce transforma el placer en displacer, conduce a la intoxicación,  a la adicción y al alcoholismo. Los placeres de la vida requieren claros límites.

El establecimiento de los límites no se consigue con castigos y represión ya que de ese modo es el miedo el que evita el incumplimiento de la norma pero sólo mientras existe ese temor.  Los límites solo serán efectivos cuando el hijo siente que existen para protegerle, para posibilitarle el vivir con los demás y cuando, además, coincide aquello que el padre quiere  que el niño haga con lo que el mismo padre hace. Es mediante el amor y el ejemplo de los padres que  el hijo entenderá la necesidad de los límites y los aceptará.

Ha habido muchos cambios respecto a lo que la figura del padre representa en el siglo XX.  Antes el padre era quien tenía la última palabra, ahora los padres tienen cada vez más dificultades para poner límites a sus hijos y recurren a la ley del juez. Los padres tienen que educar a los hijos sin que actualmente exista un modelo en el que apoyarse. Ya no existe entre padres e hijos tanta diferencia como en generaciones anteriores. Padres que se visten igual que sus hijos, hablan el mismo idioma, pretenden permanecer siempre jóvenes… Los hijos lo saben todo acerca de sus padres, incluso lo que sería mejor que no supieran.
En la actualidad lo que más abunda no es el padre-educador sino la figura del padre-hijo. Padres demasiado cercanos a sus hijos por ser demasiado parecidos a ellos. Padres no adultos. Se impone en nuestra sociedad el mito de la eterna juventud, de la inmadurez, de la felicidad, de la libertad sin responsabilidad.
Actualmente  existe un desconocimiento por parte  de los adultos en la formación de sus hijos. Padres que aún estando  preocupados por su educación no saben cómo hacerlo, además  demasiado ocupados tanto  que tienen que delegar el cuidado de éstos a terceros. Adultos que a pesar de no tener tiempo que dedicarles  tienen hijos. Se tienen hijos como una posesión más. Una posesión a la que no se quiere renunciar. A los hijos se les educa en la idea de que se puede tener todo. Se les compensa la falta de atención con objetos.

Vivimos en una sociedad que alimenta la idea de que la felicidad se alcanza con objetos, sin la mediación del otro. Muchos jóvenes viven encerrados en sus habitaciones, han abandonado los estudios y el trabajo, dedican su tiempo al ordenador, a relaciones virtuales,  prefieren el goce autista,  narcisista. Se reivindica el derecho a la felicidad como derecho a gozar sin intrusión alguna por parte del otro. Pero no hay objeto que no deje un resto de insatisfacción por lo que el consumo de objetos se convierte en algo sin fin, lleva al consumo compulsivo, genera esclavitud. Drogas, alcohol, ordenadores, alimentos, productos de belleza, culto al propio cuerpo… se proponen como los objetos que proporcionan la felicidad sin necesidad de relacionarse con otro. Los padres actuales no han sabido, no saben, cómo transmitir a sus hijos que existe otra forma de alcanzar la felicidad que la del consumo compulsivo de objetos.

Nuestros jóvenes gozan de más libertad que generaciones anteriores pero al mismo tiempo no tienen perspectivas de porvenir, de trabajo, de realización y la consecuencia es que no sienten la necesidad de separarse de los padres, de salir al mundo y recurren al goce narcisista. Para que haya vida es necesario que haya separación de los primeros objetos de amor, que haya sentimiento de falta, que se asuma que la satisfacción completa no se consigue con ningún objeto ni con ninguna relación con el otro porque esa satisfacción no existe. Para que un hijo pueda iniciar el difícil proceso de separación de sus padres, de su primer objeto de amor, necesita tener la convicción de que será capaz de conseguir una satisfacción igual a la que ahora disfruta y que tiene la capacidad para ello y esto sólo es posible para el hijo cuando los padres han sido capaces de transmitirle que no todo se puede, que no existe la satisfacción completa y para ello los «instrumentos» de los  que disponen  son el amor y los límites. Porque amor y límites van asociados. Todos hemos oído en algún momento “hace lo que le da la gana, sus padres no se preocupan de él”. La falta de limites convierte al hijo en un ser insociable que no puede controlar sus impulsos lo que le lleva a la autodestrucción. Y no olvidemos que los límites sin amor llevan al mismo final.