LA SEXUALIDAD HUMANA Y EL PSICOANÁLISIS
Para hablar de sexualidad desde el punto de vista del psicoanálisis hay que hablar de Freud.
Otra importante aportación de Freud es el concepto de pulsión que Freud opone al de instinto
La pulsión es junto con el deseo el motor de nuestro aparato psíquico. Es energía. Freud habla de empuje, un empuje que hace tender a lo orgánico hacia un determinado fin, la satisfacción. La pulsión es la energía que lleva al sujeto a nacer, vivir, copular, procrear y finalmente a morir. La vida y la muerte del hombre están regidas por esta energía pulsional. Es una fuerza constante de la que no podemos huir, podemos huir de un estímulo externo pero no de la tensión de la pulsión a la que hay que dar satisfacción.
La satisfacción de la pulsión se puede hacer de dos maneras opuestas que Freud llamó pulsión de vida y pulsión de muerte. Del lado de la pulsión de vida está el placer, el deseo, la afectividad, el erotismo, la sexualidad y el amor. Del lado de la pulsión de muerte el suicidio, el envejecimiento, las enfermedades, la angustia patológica, la depresión patológica, el displacer, el sadomasoquismo, los sentimientos de culpabilidad patológicos, la violencia, las adicciones, la pereza, el aburrimiento, las obsesiones, la pasividad, la inhibición, la intolerancia. El amor es el freno que pone la pulsión de vida a la pulsión de muerte.
A la energía sexual Freud la llamó libido porque en latín significa ganas, deseo. Esta energía sexual, la libido, nace con nosotros por lo tanto es erróneo suponer que la vida sexual del ser humano empieza en la pubertad.
Existen dos periodos importantes en el desarrollo de la sexualidad propiamente dicha: la niñez temprana y la pubertad. Ambas fases hacen aparición bajo el tutelaje de las funciones fisiológicas, la lactancia en la infancia y la maduración genital en la pubertad, Desde la infancia tiene lugar una elección de objeto sexual, nuestra historia de amor comienza siempre con la madre, todas las tendencias sexuales convergen hacia una sola persona y buscan en ella satisfacción. La diferencia con la sexualidad adulta se reduce a que en el niño no existe todavía la primacía de la forma genital. Sólo la última fase del desarrollo sexual traerá consigo la afirmación de esta primacía. La plena organización no se alcanza hasta la pubertad con el desarrollo de los genitales hasta llegar a la forma adulta. La libido va evolucionando y se organiza bajo la primacía de una zona erógena distinta para cada periodo de la vida, así como también es distinto el predominio de un modo de relación de objeto y un determinado modo de organización de la vida sexual.
Al final de la adolescencia se tiene que haber renunciado por completo al deseo del incesto y al deseo de eliminar al padre-madre. Los intereses genitales tienen que haberse transferido a un objeto heterosexual que no represente al objeto incestuoso sino que haya tomado su lugar. Si no se consigue la renuncia al objeto incestuoso para el hombre la mujer representará a la madre o a la hermana la relación amorosa se verá impregnada de todas las angustias inhibiciones y particularidades de la relación incestuosa infantil: la primacía genital o bien no se ha establecido o la conducta genital se ve limitada por la fijación incestuosa y entonces hay abstinencia o la actividad sexual se limita a los actos previos al coito. Al no haber una adecuada satisfacción de los impulsos puede ocurrir que se intensifiquen impulsos agresivos dando lugar a sentimientos de culpa.
No es por falta de información que un joven tiene una conducta sexual que luego lamenta. Las causas son otras, están directamente relacionadas, provocadas por una forma de entender la relación con el otro y con el propio cuerpo que se aprende en los primeros años de vida y que son los padres quienes con su comportamiento, consciente e inconsciente y con sus palabras, silencios, caricias, enseñan. Igualmente ocurre en la vida adulta. Los problemas sexuales, salvo contadas excepciones, van a estar condicionados por cómo hemos vivido, resuelto o intentado resolver el conflicto edípico. Es decir, cómo hemos aprendido a equilibrar nuestros sentimientos de amor odio.